Aún sin nada concreto para la realización de elecciones primarias, las miserias se han desatado dentro de la oposición venezolana, para complacencia del régimen.
Esta vez y con furia, la víctima ha sido Juan Guaidó, quien ha sido objetivo de la dictadura, amenazado, agredido y perseguido desde que se juramentó hace más de cuatro años, en el 2019, como presidente interino. Pero eso, por muchos, no es valorado.
Por estos días han quedado expuestos la inmadurez y el egoísmo en el comportamiento de parte de un pueblo que se siente “merecido” y que decide acribillar a quienes han dado muestras de sacrificio y coraje en la lucha. Lo peor es que esto sucede sin tener una alternativa o una estrategia para enfrentar al monstruo de Miraflores.
“Autosuicidio”, diría el expresidente Carlos Andrés Pérez.
“Este odio, esta corrosión, este modo de destruir, es una herencia fatal, no hay que aceptarla”, escribió en Twitter la escritora y psicóloga Ana Teresa Torres.
Antes, Jesús Chúo Torrealba, quien en algún momento fue la cabeza visible de aquella Coordinadora Democrática, había encarnado también en Twitter, a un personaje cargado de resentimiento, oportunismo, deslealtad y envidia. Chúo, bajo una especie de incontinencia de sádico placer, agredió vilmente a Juan Guaidó en el trágico momento de incorporarse a la estadística del exilio venezolano en Miami.
El evento ha llevado a muchos a recordar la frase del expresidente Antonio Guzmán Blanco cuando definió a Venezuela como un cuero seco -incontrolable- que al pisarlo por un lado se levanta por el otro. Más o menos así andamos. En circunstancias de debilidad de Nicolás Maduro en lo interno, la oposición se canibaliza a placer. Entonces el régimen aprovecha y avanza, socializa en la Cumbre de Bogotá apasionadamente gestionada por Gustavo Petro cuyo objetivo fundamental es que cesen las sanciones a Maduro y algo más, porque quizás en el camino, obtenga el regreso de su amado Alex Saab.
Las elecciones libres y verificables siguen siendo una quimera. Haber logrado la salida de Juan Guaidó, es una derrota moral. No se trata de simpatías con quien significó una esperanza para muchos venezolanos. No. El asunto está en la parte oscura de esta lucha. La vergüenza de la exposición de miserias, el modo como ha quedado desvelado nuestro penoso comportamiento, lo pequeño que somos, lo poco que hemos aprendido en todos estos años, lo fácil que resulta para el régimen manipular a la opinión pública, el rol de títeres de quienes han sido cooptados, en fin, el despliegue de errores ante un pueblo sufrido que desprecia al dictador y que, aun siendo mayoría, se da por derrotado. Que, agotado y desesperanzado, acumula resentimiento frente a la imposibilidad de recuperar la democracia.
El espectáculo en las redes ha expuesto a una jauría insaciable que ataca sin análisis ni conciencia al personaje Juan Guaidó al punto de igualarlo a cualquier ladrón de los muchos que hacen vida en el oficialismo. Un juicio injusto. A Guaidó le facturan por no haber cumplido la promesa de sacar a Maduro del poder. Acaso ¿fracasó solo él? ¿No hemos fracasado todos? ¿Era fácil ganar?
Por ese trapiche pasamos también quienes nos hemos visto obligados a salir del país. En realidad, estamos en un tiempo en que no hay manera de ganar en posiciones. Quien se entrega o se deja apresar por la tiranía, lejos de ser valiente, es bolsa. Y quien huye, es un cobarde. Todo según lo previsto en los guiones de costosos laboratorios de comunicación del régimen que saben por dónde agredir, conocen los puntos débiles de la psiquis de muchos venezolanos cuyas emociones son manipuladas y dirigidas hacia un comportamiento despiadado y agresivo.
Es difícil luchar cuando hemos tomado el camino de la destrucción mutua. Ya lo han advertido insistentemente conocedores de la política. Para el liderazgo es urgente dejar a un lado los egos, acordar una estrategia inteligente, honesta y común que oriente tanto dolor alojado en un pueblo confundido, y que, aun así, ha dado señales concretas de su disposición a luchar sin miedo.
Que lo digan los dolientes de tantas víctimas de criminales, como Juan Pablo Pernalete, asesinado hace seis años por una bomba lacrimógena disparada directamente a su pecho por un Guardia Nacional que recibió instrucciones de su oficial superior, quien a su vez cumplió la orden emitida desde Miraflores. Tan fue así, que Jorge Rodríguez presionó directamente a la entonces fiscal Luisa Ortega Díaz para que ocultara la verdad y culpara a la oposición, hecho que significó el punto de quiebre entre la funcionaria y el régimen.
Al menos por los caídos, estamos obligados a recomponernos.