Nicolás Maduro está paranoico. Su cuota de tranquilizantes aumentó luego de recibir mensajes por su Whatsapp personal cuyo saludo fue: “has sido interceptado”, (por eso prohibió el uso de dicha aplicación en el país). Esa fragilidad era impensable hace menos de un año. Internamente desbaratado, ya no sabe en quién confiar, su entorno íntimo se ha desarticulado, presuntos amigos y socios negocian a sus espaldas o conspiran contra él. Maduro es rehén de sus miedos. La traición se ha instalado en Fuerte Tiuna y en Miraflores. Sospechosos y presos recientes son los mejores amigos de los Rodríguez, o de Diosdado, de Cilia o de él mismo. Maduro está viviendo el proceso del ocaso; de la merecida y probablemente estrepitosa caída. Quizás hasta de la ruina; ya se sabe la fragilidad de las finanzas de los tiranos que entregan su fortuna a unos testaferros. En esa desconfianza, Maduro ha terminado colocando parte de ese capital malhabido a su nombre. Y a él le tengo malas noticias: una cuota importante ha sido detectada.
La avidez de quienes le rodean es inocultable; todos sacan cuentas sobre cuál es el mejor camino para salvarse. Por eso aún algunos perseveran en acciones temerarias en procura de ser tomados en cuenta para cuando sea el turno de negociar. Por ejemplo, Diosdado Cabello planifica trasladar a Venezuela 200 mercenarios desde Guyana. Su objetivo es armar una versión importada del Tren de Aragua, con personajes sanguinarios que se sumarían a los ya reclutados guerrilleros colombianos; los guyaneses también operarían en instalaciones de la FANB, cedulados y con sus uniformes; una banda de criminales, guerrilleros armados, que intentarían un baño de sangre contra el pueblo, y repetir y expandir la brutal represión ejecutada luego del 28 de julio cuando los venezolanos votaron masivamente por Edmundo González Urrutia como presidente. Diosdado, que sabe que no puede impartir esa orden a la Fuerza Armada, trata de ampliar su escenario al aumentar su fuerza letal que lo ayude a sobrevivir cuando caiga Maduro. Realmente aspira ser considerado como una pieza importante a quien un nuevo gobierno tomaría en cuenta para negociar.
A Maduro todo le explota sin control. Muestra reciente es el despido de Pedro Tellechea, oficialmente botado por revelar el contenido del cerebro de PDVSA y cuyo negocio se complementaba con algo demoledor para el diagnóstico de la crisis de la dictadura. Tellechea era una ficha de Maduro y también de Delcy, por eso presidía la empresa más importante del país, formando parte del primer círculo del poder. Pero Tellechea estaba conspirando. Seguramente planificaba hacer lo mismo de sus predecesores, enriquecerse ilegalmente, pero a quien reportaba y le rendía cuentas y con quien proyectaba acciones, era con Tareck El Aissami, cuyos tentáculos aún siguen activos.
Tareck no ha abandonado sus aspiraciones económicas y políticas y mantiene adeptos en puestos clave de muchas instituciones preservando su ejército de seguidores, aún con las limitaciones de estar en prisión. La prueba viviente es Tellechea cuyo despido se suma al reciente de Iván Hernández Dala, director de Contrainteligencia Militar y de la Guardia de Honor Presidencial, cuyo expediente también registra lealtad a El Aissami. Al parecer, Maduro ha venido durmiendo con el enemigo.
Otra área que se la ha salido de control a Maduro es la de los enchufados. Esos “empresarios” poseedores en esta década de crecientes fortunas grotescas. Algunos de ellos han sido pillados en intentos de amable cercanía hacia el gobierno elegido por el pueblo, por lo que Maduro ha decidido colocarlos en la mira, y someterlos a penitencias, entre ellas exprimirles su dinero, tratando a la vez de aliviar parte de los problemas de su flujo de caja. El tirano los ha ido llamando uno a uno, exigiéndoles de entrada “la colaboración” de 500 millones de dólares; “peanuts” si se compara con lo que han robado o lavado con su autorización.
El régimen revela crisis de autoridad en el sistema público en todos los niveles, porque no solo el desmoronamiento ocurre en la cúpula de poder: el alzamiento valiente y limpio, aunque prudentemente silencioso de los trabajadores del sector público se mantiene incólume desde el 28 de julio.
Y es que una vez que el país materializó con su voto el rechazo a Nicolás Maduro, la gobernabilidad desde Miraflores entró en barrena. A pesar del ejercicio sanguinario de la represión y los miles de procesos judiciales ilegales, la dictadura no logra contener un país que exige que Maduro se vaya. Se trata de 80 por ciento de la población que votó, sin contar los millones de venezolanos a los que nos fue impedido hacerlo. Ciudadanos que han aprendido.
Que la rabia no esté explotando en las calles no significa resignación. El venezolano ahora odia más al tirano.
Hay que seguir, hasta el final.