Condescendencia
Me era imposible imaginar que un cubano me tratara con conmiseración, hasta que lo viví. Un canal de televisión en español transmitía la Cumbre de las Américas realizada en Panamá que era seguida con atención por un médico veterano que había salido de La Habana cuando visualizó lo que ocurriría en su país hace más de 55 años. Asegura, no sin dolor, haber acertado.
Su nombre es Ramón. Ve poco, casi no oye, camina con dificultad, sus manos temblorosas están a punto de ulcerar, pero su memoria la ejercita todos los días. El dolor lo mantiene despierto, la esperanza sí que en verdad la perdió. El estómago se le revuelve cuando Raúl Castro asoma su rostro en la pantalla como un triunfador, como una víctima, como un presidente legítimo. "Así es la política", trato de consolarlo tontamente. Ramón sabe de la vida mucho más que yo.
Siento que estoy partiendo de cero. Como si hubiese vuelto a nacer, pero con más complicaciones. Como si me hubiesen parido con equipaje –pesado-, años y deudas.
Apenas tengo tres meses y días en Miami. Suficiente para sentir el dolor del exilio.
Estoy en una sala de espera y Ramón me habla con cierta piedad. "Debe ser terrible tener un presidente como Maduro". "Lo es", le respondí. No pude decir más nada. Los calificativos sobraron apenas el rostro y la voz de Nicolás Maduro ocuparon la atención en la Cumbre. "Lo siento mucho", me dijo Ramón. Bajé mi cabeza sin voltear a verlo. Temí quebrarme cuando sentí que él lloraba.