Dolor
Duele igualito. Como si estuvieras sudando la cola, escuchando en vivo la noticia de un nuevo policía muerto –esta vez fue un militar que trató de evitar un asalto con su esposa embarazada-, o como si te despacharan el sueño de unas vacaciones porque los del gobierno quieren todos los dólares para ellos y el cupo de viajeros de los ciudadanos se lo van a bailar los jefes del régimen, familiares y amigos.
Duele sin tregua y con impotencia. Con vergüenza y terror. Con perplejidad porque no reconozco al país donde nací, ni a varios que se dicen mis hermanos, ni a muchos que creí mis amigos. Me siento sin identidad, o con la identidad equivocada para ser más precisa. Venezuela no es lo que veo, lo que siento, lo que lucho. A la que viví en los últimos años no la reconozco. Y me asusta.
El amor a mi país bajo la distancia es una sensación nunca vivida. Como lo que cuenta la gente sobre sus muertos a quienes sigue sintiendo físicamente, o como los miembros amputados que continúan doliendo.
Además está el estigma del exilio. Por muchas razones, urgencias o necesidades, siempre se tratará de un abandono. Es una situación que te discrimina. Bajo el registro quedas en una categoría que te impone límites. ¿Tú con qué moral vas a hablar si vives en Miami? Una trampa más de división en la que hemos caído los venezolanos. Y una repetición de las palabras de los jefes del régimen, de los creadores de odio, material de consumo diario y exportación, además de mucha utilidad para quienes detentan el poder.