23 Apr
El colapso que tanto se temía
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Mientras el ministro de Comunicación, Jorge Rodríguez, estrena una bata blanca –que nunca le interesó utilizar porque desprecia la profesión de médico– para informar respecto a cifras manipuladas sobre víctimas de coronavirus, el país da señales de estar a punto de estallar. La puesta en escena de JR intenta asomar una eficiencia del régimen que procura ocultar la tragedia mayor.

Porque la verdadera pandemia que vienen sufriendo los venezolanos, que ha causado muertes, acabado con la producción, arrasado con la tierra, destruido la empresa petrolera, es ahora más peligrosa cuando se está sintiendo cercada y se prepara a una nueva pelea que puede terminar de hundir al país.

La dictadura chavista huele el riesgo. No tiene dinero, se le acaba el combustible y la circunstancia de mantener a un pueblo encerrado en cuarentena ante el COVID-19 no puede sostenerla de manera indefinida. Eso lo saben los usurpadores y por ello sus ajustes son de tipo militar para reprimir e impedir la protesta. Los cuidados sanitarios, la distribución de alimentos, son asuntos secundarios.

Para la dictadura, lo primero, además de mantenerse en el poder, es el negocio. Y para que ese negocio no se caiga, necesitan a los pobres contenidos bajo amenaza de ser aplastados.

La estrategia cubana ha centrado sus esfuerzos desde hace meses en hacer de Caracas una burbuja que logre frenar la explosión social. Así, los habitantes de Los Andes y Zulia, en general todo el interior del país, han sido maltratados de manera despiadada sin servicio eléctrico, gas y agua. La provincia ha sufrido el abandono al ser entregada a malhechores, bandas armadas civiles y militares que se reparten territorios como parte de un botín, tal como sucede con las minas en el Estado Bolívar.

Pero la crisis llegó a la capital. La alarma los llevó a convertir dos polos fundamentales de la ciudad, Catia y Petare, en guettos con supervisión de entrada y salida y con registro de los movimientos dentro del barrio.

Y como en toda organización criminal, las mafias han tomado el control. La escasez de combustible le otorgó a la Guardia Nacional el súper poder más deseado: ser el distribuidor. El dealer, pues. Los militares se repartieron los roles convenientes. El cobro de la gasolina en dólares, agregar al costo un probable servicio a domicilio, extorsión, acaparamiento, robo, en fin, un aprovechamiento miserable de una situación que contribuye a profundizar la tragedia.

Y para colmo, el coronavirus no ha sido controlado. Los efectos de la pandemia afectan dramáticamente a la diáspora que vivía en países sudamericanos, en especial Colombia, trabajando en la economía informal. El regreso, que ya comenzó, puede generar un caos aterrador. La dictadura cree resolver al estilo de la bota militar. Un ejemplo: un laboratorio montado ante la emergencia del coronavirus destinado para el pueblo del Táchira, en lugar de instalarse en el Hospital Central de San Cristóbal, lo ubican en la 21 Brigada de Infantería del Ejército.

La ola de nuestros problemas sigue afectando a los países vecinos. Lo que ocurre en la frontera con Colombia es pavoroso. Las imágenes son desgarradoras. Venezolanos que regresan a su país, derrotados, con miedo a enfermarse, con hambre, a merced de efectivos de la Guardia Nacional bajo las órdenes de Freddy Bernal, como lo oyen, un policía manda a los generales, que filtran el ingreso –son centenares de familias– esperando que alguien decida el lugar donde serán depositados. Las cifras de ACNUR indican que están ingresando diariamente entre 600 y 700 venezolanos por el puente Simón Bolívar. La cifra ya supera 7.000, que es el techo para ACNUR referirse a un colapso. Y aún faltan muchos por llegar. De diversas ciudades colombianas se anuncian autobuses dirigiéndose a la frontera, así como de Perú y Ecuador. Sin programación y mucho menos sentido humanitario, familias chequeadas con el llamado “test rápido” de COVID-19 –cuya eficiencia ha sido cuestionada– quedan depositadas y retenidas en espacios no aptos para alojar masivamente a personas, mucho menos en medio de una pandemia. Centros educativos y deportivos sin recursos materiales, sin la mínima salubridad. Familias amontonadas, sin comida, bajo la amenaza de ser pasadas a una mazmorra si no graban un mensaje de agradecimiento a Maduro.

Entretanto, los alimentos se quedaron varados por falta de combustible en los Andes, en oriente, en el Zulia…

La llegada del coronavirus, tan celebrada por Maduro como mecanismo de utilidad para el control social, le puede terminar explotando en su cara.