Mal debe andar un gobierno cuando con pocos meses de vida, no deja de hablar de un difunto. Presumo que de aquí al 8D, habrá misas, competencias, actos y actores, nacionales e internacionales que burlaran la ley electoral –una vez más- y tratarán de capturar los votos y las emociones que han salido huyendo despavoridos desde el primer día que Maduro abrió la boca como candidato.
La decisión de decretar el 8D día de lealtad para el difunto (o algo así), puede resumirse en una palabra: miedo.
La otra tarde estuve acompañando a mi querida madre al médico. Ya saben, las clínicas revientan de pacientes y tienen la soga al cuello de un gobierno que pretende ocultar su ineficiencia en materia de salud (bueh, en todas las áreas) con acciones de odio hacia el sector privado.
Lo cierto es que el ambiente era frenético. Se trataba de una cita médica rutinaria y los pasillos de la clínica daban la impresión de una constante emergencia. Pacientes sin dinero para pagar exámenes, falta de insumos, médicos solidarios, personal agotado y con la angustia de una larga noche para llevarle leche a sus hijos, literalmente. Y la arrechera, por supuesto. La indignación y la furia con ese centenar de ineptos que llegaron al poder y están acabando con el país y sus habitantes, luego de vaciar las arcas construyendo –lo único que han construido- una ruta amoral directa a sus bolsillos.
La molestia era unánime. Me impresionó la claridad con la que describieron todos la situación del país. Pero más me impactó el lamento de haber permitido que Venezuela cayera tan bajo. La tristeza por la conciencia de estar en un país con incontables riquezas, y la vivencia de su destrucción. Era como hablar de un fantasma.
El fantasma de Venezuela. Lo que fuimos. El sueño de lo que gozarían nuestros hijos. Todo se desapareció como un espanto. La sonrisa, la amabilidad, la civilidad, la decencia. Pasamos a ser un pueblo triste, amargado y agresivo.
Un vivo comenzó su destrucción y el fantasma del vivo –ahora difunto- es utilizado por otros para rematarlo.
Sin embargo no todo está perdido. La tarde en la clínica también fue una sonora convocatoria: a votar. A pesar de las dudas, de la molestia, de la certeza del fraude, de la disconformidad con candidatos, la mayoría aceptó que no había más camino (porque el argumento de los milagros fue dejado a un lado a pesar de su pertinencia en una clínica, escenario donde la mitad reza por curarse y la otra por no estar enferma).
No hay otra, tenemos que votar. Yo lo voy a hacer, harta de estos gansters y sin miedo.