Nunca faltan aquellos que flotan como el corcho y que viven cazando la primera oportunidad para empantanar las circunstancias y aprovecharse de los momentos complicados de los otros. Los pescadores en río revuelto, pues.
Nadie duda de que el país está convulsionado. Y más allá, todas las encuestadoras registran que la mayoría de los venezolanos tiene la terrible certeza de la proximidad de tiempos peores. De violencia, de escasez, de orfandad, de anarquía. De caos.
En ese panorama, en un año en el que no están previstas elecciones –a excepción de las coyunturales como las de San Cristóbal y San Diego- mantener la unidad, la cohesión, en el sector opositor, es toda una proeza.
Han surgido entonces aquellos que sostienen que la protesta debe mantenerse hasta lograr la salida de Nicolás Maduro. Allí como en botica, hay de todo, pero básicamente coexisten dos grandes grupos: los de las buenas intenciones y los de las malas. Los primeros, son los que no se separan de la Constitución y los otros, digamos que no la mencionan mucho. En cualquier caso, ambos, buenos y malos, marcan distancia de quienes creen en la resistencia pacífica –por describirlo de alguna manera- de quienes se oponen a los atajos y propician el diálogo en procura del reencuentro nacional.
El gobierno, claro está, azuza la situación y procura estimular la división. Para ello, apuesta a la violencia bajo el total manto de la impunidad de su poder.
Sin embargo, creo que Maduro y su equipo están cometiendo un error de cálculo: el descontento en Venezuela es más unificador que las diferencias de estilo. Y es tan unificador que irá sumando a los sectores populares en la decantación natural de procurar una alternativa constitucional y pacífica, que enfrente a esta partida de incapaces, a quienes de Venezuela lo único que les importa es lo que va directo a sus cuentas bancarias.