El profeta hebreo Jeremías sale a relucir: “…y os reuniré de todas las naciones y de todos los lugares adonde os arrojé, dice Jehová, y os haré volver al lugar de donde os hice llevar”. El predicador espontáneo cierra la biblia y los compases de un cuatro acompañan el cansancio.
Es una complejidad de personas, las que el destino reúne en tan incierta travesía. Una mujer agotada entrega a su bebé por un rato para que otra a quien nunca ha visto, la ayude. Sus ojos no la pierden de vista. Van atravesando los Andes, casi nadie conoce el país de su destino. Es evidente que los frágiles zapatos de la mayoría no van a resistir. Esa es una de las marcas de este exilio, la precariedad de sus zapatos. La otra, según cuentan quienes han acompañado por tramos a algunos de los grupos, es la percepción de que son estoicos. Si les aplicaran la teoría que desarrolló Alejandro González Iñárritu de que el alma es mesurable en 21 gramos, esa cantidad la perdieron estos desterrados. Dejaron su alma en Venezuela.
Casi es una suerte que no se enteren de cosas que siguen ocurriendo en el país. Entre los que huyen, algunos todavía defienden al oficialismo y sostienen que “la tragedia comenzó cuando Chávez murió”, tratando de exculpar al principal responsable. Ellos ahora se salvan de escuchar a su presidente Maduro que llama “esclavos y lava pocetas” a quienes se han ido. Y como si esa agresión no fuera suficiente, Diosdado Cabello se burla de las imágenes que conmueven y dejan cicatriz. Dice él, que son parte de un show. Que los bajan de un autobús y actúan a la señal de “luces, cámara, acción”.
Pero la ideología no es asunto a discutir camino a la nada. Solo hay una urgencia: sobrevivir. Sienten que todo ha ido muriendo a sus espaldas. Cerraron las empresas, los medios de comunicación, los hospitales, las escuelas, los comercios. Murieron los servicios, no hay luz, ni agua, ni transporte, ni gas. Fallecieron amigos, familiares por hambre o enfermedad. Se fracturó la familia, desaparecieron sueños y sonrisas. Han degollado la dignidad.
Muchos de ellos, cansados de tanta lucha, huyen. Ya no tienen ánimo para combatir. Decenas de analistas habían vaticinado que cuando se llegara a este extremo de crisis, que cuando el apocalipsis se posara sobre nuestro cielo, la gente enardecida expulsaría del poder a los responsables de tamaña iniquidad. Olvidaron esos futurólogos que para actuar se necesita más fuerza que hambre. Y otra cosa: para estos tipos del régimen, Venezuela es su trinchera en la que matarán, encarcelarán y torturarán a muchos, fracturarán o doblegarán a otros y expulsarán del país a más.
Para decirlo en criollo: a la dictadura, el venezolano le sabe a mierda.
Y aún la tragedia puede ser peor. En el destino procurado, el éxodo debe cargar con el reclamo del abandonado. Todo es de una inmensa crueldad emocional. Los padres se sienten culpables de dejar a sus hijos, o viceversa. Los más viejos saben que posiblemente no habrá un abrazo nunca más. Un plato de comida completo puede hacer llorar.
También está el tema de la xenofobia. Las agresiones en Pacaraima en Brasil, quedaron grabadas en muchas memorias que se niegan a escuchar otra parte de la historia. Porque fue un pequeño grupo de venezolanos el primero que agredió a un comerciante brasileño y en venganza el campamento de venezolanos recibió el castigo. Y así, pagaron justos por pecadores.
La situación ha encendido las alarmas en el mundo. Algunos mandatarios que habían minimizado lo que ya se veía a venir, admiten estar en shock. No es exagerado decir que es un éxodo de proporciones bíblicas. Podría llegar a ser el más grande que se conozca en Latinoamérica. Sin embargo, aún no se toman las medidas que exigen las circunstancias. Los organismos internacionales solo manifiestan preocupación y países de la región bloquean el acceso, lo que es una muestra de crueldad.
Nadie entiende esta endemia sin control que tristemente dejará mutilada a Venezuela.