Ángel Céspedes, tenía 15 años, varios de ellos esperando un trasplante de riñón en el Hospital JM de los Ríos. Falleció este 8 de febrero. Es la segunda vida de un infante que se escapa en lo que va de año, de un total de más de 60 cuyos trasplantes -de riñón y de médula-, han sido suspendidos desde hace cuatro años y medio por el régimen con el argumento del colapso hospitalario. Han sido inútiles los ruegos para la creación de un centro piloto para donación de órganos.
Yaelvis Santoyo Sarabia era un bebé de 8 meses cuando recibió un tiro que le explotó su cabeza mientras estaba en los brazos de su madre Darielvis Sarabia que resultó herida cuando junto a 20 venezolanos que habían salido del Delta e intentaban ingresar a Trinidad y Tobago fueron atacados por la Guardia Costera que ordenó disparar para evitarlo. Es el tercer niño que fallece en el intento de sus padres de salir de Venezuela este 2022.
Ángel y Darielvis, dos muertes que en menos de 48 horas desnudan la tragedia de un país, sin que el responsable se de por enterado, una vez más.
La crisis humanitaria tiene como cabeza responsable a Nicolás Maduro y como cómplices a quienes forman parte de la élite del régimen.
Los venezolanos huyen para sobrevivir y a costa de mucho sacrificio, privilegian la posibilidad de algo diferente al hambre. Huyen del espanto, de la certeza de sueños truncados que no garantizan ni siquiera una mínima condición de vida y se encuentran con la muerte.
La cifra del éxodo venezolano se sigue incrementando. Es ínfimo el contenido que trasciende del sufrimiento de los migrantes ilegales, entre otras razones porque las mismas víctimas guardan silencio. Sin embargo, lo que sucede es inocultable. Muertos que quedan en el camino, hambre, robos, abusos sexuales, son parte de las penurias para sobrevivir de quienes escapan de lo que consideran el infierno.
Ese infierno estaba fuera de Venezuela, pero se alojó en nuestro territorio desde que comenzó el período de desgracia del chavismo y aún más con Maduro en el poder.
Camino a la dolorosa cifra de siete millones de exiliados, este año arranca con la dolorosa pérdida de tres niños cuyas familias huían del país, la más reciente es la de Yaelvis. Con el caso de Trinidad, el régimen a regañadientes y 48 horas después de que trascendiera la tragedia, envió un comunicado a través del Ministerio de Relaciones Exteriores en el que tuvieron el cuidado de matizar el crimen como un lamentable incidente.
La actuación desmesurada de las autoridades de la isla es una acción que se suma a las constantes y graves agresiones que se vienen ejecutando contra los venezolanos de distintas maneras en varios lugares del planeta.
El exilio venezolano está en descamisada orfandad y para colmo también tiene que enfrentar el dedo acusador de muchos compatriotas que se han quedado en el país y que equivocadamente presumen que quien está fuera vive en un refugio dorado. Versión debidamente alimentada por la dictadura.
“Ninguna madre quiere poner en riesgo la vida de sus hijos en un pequeño barco en altamar a menos que no tenga otra opción”, dijo Jean Gough directora regional de Unicef para América Latina. Y esta frase lapidaria, “a menos que no tenga otra opción”, es la síntesis de esta terrorífica realidad que afecta al pueblo venezolano y que en los últimos años repercute negativamente en la región.
Los venezolanos salen expelidos ante la ausencia de posibilidades de sobrevivir en su patria sometidos a los rigores de una peligrosa y aterradora travesía junto al maltrato externo que en ocasiones es alentada por la dictadura. Muestra de ello es la inamovilidad y el silencio del régimen frente a constantes abusos que padecen los compatriotas en la isla de Trinidad.
Algunos atropellos en la región han sido disparados desde la vocería de dirigentes políticos de otros países, como en octubre de 2019 cuando la legisladora fujimorista Esther Saavedra dijo en el Congreso de Perú que “los venezolanos malos o buenos tienen que salir porque en definitiva legales e ilegales quitan el trabajo a nuestros peruanos”.
Ya más reciente, en septiembre pasado tal como registraron medios de comunicación espantados con los hechos, la inhumanidad se expresó en Iquique al norte de Chile con la marcha antiinmigrantes que terminó en una fogata con las pocas propiedades de los venezolanos. Tiendas de campaña, documentos, juegos de niños. En la memoria se grabó la imagen de un carrito de bebé lanzado al fuego.
Entre las múltiples facetas del maltrato a los migrantes, las mujeres y los niños han sido víctimas frecuentes de agresiones xenófobas. Existen registros públicos de cómo redes de trata de personas suelen arrebatar la documentación a las mujeres para ingresarlas en la prostitución. Por eso no fue casual que el enfoque de género haya sido especialmente destacado en el informe de la Alta Comisionada para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet.
En esta ocasión, la muerte del bebé y las heridas que sufrió la madre de Darielvis han sacudido a las agencias multilaterales como ACNUR, Agencia de la ONU para los refugiados, la Organización Internacional para las Migraciones, la Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos y la Unicef.
Desde la OEA, David Smolansky como comisionado para atender la migración venezolana, exigió una investigación sobre el crimen del bebé venezolano. “Basta de disparos, náufragos y deportaciones”.
Lograr traspasar la frontera no es el fin de angustias y sufrimientos. Y a veces, ni siquiera se alcanza a lograr una nueva oportunidad. Como si fuera imposible escapar a la desgracia.